Aprendí a trenzar con ocho años en una melena larguísima blanca. Era la de mi bisabuela.
En la calle Gran Vía de Bilbao, cada vez que íbamos a visitarla, me pedía que le trenzase su eterno cabello para recogerlo en un moño con horquillas.
Mis primas, hermana, muñecas y amigas, han sufrido más de un tirón de pelo desde que empecé a trenzar.
Pasó el tiempo y después de muchos viajes y un millón de trabajos de todo tipo, una noche de primavera en un bar, mi amiga Toia dijo: «¿por qué no empezás a hacer trenzas acá como hacías en Buenos Aires?» Me entró la risa, pero entre ella y Pili me convencieron.